La columna de María Laura Corbetta
El domingo, para la primera luna llena de la primavera (en el hemisferio norte) se celebran las Pascuas en todo el mundo católico. Es decir: mañana. El fin de semana largo es aprovechado por todos para tomarse un descanso. Los más afortunados hacen turismo, los estudiantes vuelven a sus ciudades de origen y los que se quedan pasean, visitan amigos, duermen hasta tarde. En todos los casos, y más allá de la repetida noticia de rutas y terminales colapsadas, la Semana Santa es prometedora para todos.
Esta celebración religiosa tiene una liturgia gastronómica particular a diferencia de otras y consiste en el ayuno del día viernes. En ese día no se puede comer carne de animales de sangre caliente y se sugiere ingerir pocos alimentos en general. Este sacrificio religioso parece ser un problema para las "carnivorísimas" costumbres argentinas. Se escuchan los quejidos de quienes no pueden comer carne de vaca como si éste fuese el único alimento existente. Por supuesto, fruncen la cara ante el más "cualunque" filet de merluza. Las opciones para estos fundamentalistas carnívoros parecen ser dos: o un jugoso bife de chorizo o un impresionante langostino con ojos y todo, como si las vacas no los tuviesen. También están quienes esperan la Semana Santa casi exclusivamente para comer todo el pescado posible, empanadas de vigilia, paella, bacalao, arroz con calamares o cualquier animalito que haya nadado en vida. Aprovechan los menúes de Pascua de todos los restaurantes y casas de comidas. Mientras tanto, las latas de atún en los supermercados cotizan en Bolsa cuanto más se acerca el jueves santo, y otro tanto sucede con el bacalao salado o cualquier pescado fresco. Entonces, las familias que son amantes del pescado y, como todas las familias argentinas, de las buenas celebraciones, aprovechan la ocasión y compran un pedazo de bacalao o unos mariscos y arman una comilona que nada tiene que ver con el sacrificio y la comida sencilla que la fecha requiere. No hay nada que hacer, los argentinos festejamos todo con comida y aprovechamos cualquier día libre para sentarnos alrededor de la mesa.
Pasada la comilona del viernes y con un día de descanso en el medio llega el domingo. La familia se organiza, decide dónde va a almorzar y a quién le toca llevar qué cosas. Algunos prenden la parrilla, como para contrarrestar la abstinencia del ayuno del viernes y otros, unas pastas, de las buenas, con estofado y todo. El tiempo más fresco da la sensación de que el cuerpo pide comidas un poco más calóricas.
Terminado el almuerzo, llega el momento más esperado por los nenes, todos sacan huevitos, conejitos de pascua. Los adultos, ante la mirada ansiosa de los niños, los parten y dividen el botín. Las abuelas, siempre consintiendo, tienen un huevo para cada nieto, con coloridos decorados de azúcar, confites y sorpresitas. Los nenes, con las manos absolutamente sucias de chocolate, comparten o pelean por los juguetes.
Los huevos de chocolate simbolizan, desde siempre, la llegada de las Pascuas. Antes, fabricados por las panaderías o por las manos de alguna repostera de la familia; ahora, industrializados en paquetes de colores metalizados y con bombones dentro en cambio de confites. Anticipan, desde las góndolas de los supermercados y las propagandas televisivas, la llegada de una celebración católica para algunos o de un feriado larguísimo para otros, pero siempre las Pascuas son vividas con ansiedad. La tradición de regalar estos huevos para las Pascuas nace de una prohibición de consumir huevos durante la Cuaresma en la Edad Media. Para esa época, el domingo de Pascua se regalaban huevos que en el siglo veinte pasaron a ser de chocolate.
Pasada la ceremonia de los huevos, y entrada la tarde, llega el momento de la Rosca de Pascuas: en casi todas las casas se prepara el mate y se corta la rosca. Esta deliciosa confitura es muy similar a la que se comercializa en la época de reyes pero con la diferencia que, tradicionalmente, contiene un huevo duro incrustado en la masa. Es bastante complejo rastrear los orígenes de esta tradición que se cree que es italiana. Se supone que la idea era agregar el simbolismo del huevo de Pascua también a la rosca. Y más allá de que este símbolo no le parezca agradable a todo el mundo, lo cierto es que la rosca es deliciosa y mucho mejor acompañada por unos buenos mates.
Finalmente, y más allá de los aumentos de precios de la canasta de Pascua que todos los años se anuncian sin excepción, los argentinos seguimos gastando una buena cantidad de dinero en la comida de las celebraciones. No se trata de que seamos tontos o consumistas, sino que aprovechamos estas ocasiones para agasajar a los nuestros con una buena mesa, nuestra forma más genuina de demostrar cariño.
sábado, 11 de abril de 2009
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