El análisis de Ezequiel Franco
Los ochentas platenses no fueron los mismos en la capital o el conurbano para los Fabulosos. Claro, los Redondos y Virus mandaban en la ciudad y era imposible torcer con el sonido ska las guitarras de Skay, las letras del Indio, la voz de Federico o los sintetizadores de la banda de los hermanos Moura. Pero todo eso no se vio el domingo en el Estadio Único. La fuerza de los Cadillacs arrasó con una barrera de dos décadas que no dejó a nadie sin saltar y sin el uo-o-o-o-oo clásico de la banda.
Es que el bajo satánico de Flavio, que sacude su grasa por todo el escenario como un trompo torpe; las prolijas desafinadas de Gabriel (o Vicentico); y la pierna de vientos metálicos, forman un pócima musical que borra cualquier vestigio de aquellos años en que el rock nacional comenzaba a imponerse, a gran escalada, sobre los temas en inglés.
No fue un público cuantioso, pero sí valioso: todos, hasta los plateístas, siguieron en movimiento el repertorio matador. Muchos de ellos en familia, otros con la mística del gorro visera a cuadriculados y una multitud con ganas de bailar al ritmo banda. Todos, coincidieron en un espacio que merece más música en vivo.
Para los que crecimos escuchándolos y vimos a Vicentico estar sin los otros ocho, es fácil distinguir que este tipo que fue deformando su figura a lo Elvis no es el mismo vestido de Fabuloso. Su escaso carisma malhumorado se transforma en motivador –aún– que sin perder la parquedad. Y cambia los insultos con palmas y gritos eufóricos. Lo mismo sucede con Flavio, que sin el resto no podría volcar su humor con corcheas.
A contramano, los Cadillacs sin los vientos no serían fabulosos. Hubiese sido imperdonable no escuchar en La Plata cómo le calzan estos tiempos a las trompetas y el saxo, que, sin dudas, son los padres de un estilo que abrió paso a ritmos decadentes y calzonudos.
martes, 21 de abril de 2009
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