martes, 24 de marzo de 2009

Voces contra el olvido, la locura y la muerte


Por Julio Ferrer
La última dictadura militar tuvo como objetivo estructurar las relaciones sociales para que las clases dominantes –Fuerzas Armadas, sectores empresariales y civiles y la jerarquía eclesiástica– oprimieran y disciplinaran al pueblo entero: masas obreras, intelectuales, maestros, curas que trabajaban junto a la gente y miles de hombres y mujeres que soñaban con una sociedad más justa e igualitaria.
La maquinaria de la muerte cayó con toda ferocidad sobre la cultura y sus trabajadores. Periodistas, escritores, maestros y músicos sufrieron censura, quemas de libros, exilios, secuestros y desapariciones. Ya no están físicamente Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Paco Urondo, Oesterheld, Enrique Raab, Roberto Santoro, Miguel Angel Bustos. Pero están los que sobrevivieron al horror y siguieron luchando por un nuevo amanecer democrático.
El periodista y escritor Osvaldo Bayer, el actor Pepe Soriano, el poeta Alberto Szpunberg, el dramaturgo Roberto Tito Cossa y el escritor Eduardo Jozami cuentan cómo vivieron aquellos años trágicos de la historia argentina.

"Quería gritarles milicos, volví"

Por Osvaldo Bayer (Escritor y periodista)
Yo estaba en el exilio forzado en Alemania, impuesto por la Triple A de López Rega, a "causa" del film La Patagonia Rebelde y mis libros. Volví a la Argentina en febrero de 1976, porque Isabel había convocado a elecciones para noviembre de ese año. A las cuatro semanas irrumpió la dictadura militar. Al día siguiente, 25 de marzo, impulsado por mi curiosidad histórica, fui a la Plaza de Mayo para ver si había gente, cuánta, haciendo qué. Todas las personas que vi eran de Barrio Norte. Estaban muy satisfechos y gritaban "¡Se fue la puta!" por Isabelita Perón. Era un espectáculo muy triste. En ese momento llegó en auto Jorge Rafael Videla: se movía como un muñeco. Más bien parecía una mascarita, una pieza de teatro de marioneta. Estaba todo el gorilismo. Estaba todo el poder económico que lo saludaba. Los diarios, nada. Silencio absoluto. El día del golpe había desaparecido un compañero de mis hijos, Claudio Zieschank. Me fui muy triste de la plaza, porque me pregunté "Y ahora, esto, ¿cuándo va a acabar?"
Los meses que me quedé en el país fueron muy difíciles. En junio de 1976, el agregado cultural de la embajada alemana me sacó del país. Nos habíamos hecho amigos cuando eligió La Patagonia Rebelde para el Festival de Berlín 74, donde obtuvo el Oso de Plata. Estando en el aeropuerto con él, el brigadier Santuccione me dijo que no pisaría nunca más suelo argentino. Yo le creí. Había terror, lo conocí y puedo decirlo. Se había instaurado ferozmente la represión y las violaciones a todos los derechos humanos.
Los años del exilio fueron muy tristes. Uno se iba enterando de la desaparición de los amigos: Haroldo Conti, Paco Urondo, Rodolfo Walsh. Tantos.
En el exterior -Alemania, Europa- pasé casi los ocho años, haciendo conferencias y trabajando para tratar de informar sobre el método de desaparición de personas.
Me di cuenta que podría regresar por la lucha heroica de las Madres. Y cuando llamaron a elecciones, sentí que ya podía volver al país. Volví con muchas ganas y esperanzas. Recuerdo ir caminando por las calles de Buenos Aires, a ver si encontraba al brigadier Santuccione para decirle "Brigadier, aquí estoy. Volví". Pero después sufrí las consecuencias de la política cerrada de Alfonsín para los exiliados. No nos dio ninguna posibilidad. Durante varios años no recibí oferta laboral alguna. El comportamiento de la "intelectualidad oficial" era como una especie de desprecio hacia nosotros.


"Imaginaba tiempos difíciles, pero nunca tan crueles ni tan cínicos ni tan largos"

Pepe Soriano (Actor y dramaturgo
El 24 de marzo de 1976 estábamos grabando un programa de TV en Canal 13 –La Batalla de los Ángeles, de Juan Carlos Gené– y nos desalojaron los militares. Muchos de nosotros no volvimos a pisar la televisión hasta el nuevo período de democracia. Éramos muchos los que veníamos amenazados por la Triple A, de modo que yo imaginaba tiempos muy difíciles, pero no tan crueles ni tan cínicos. Y, por supuesto, no tan largos como fueron.
En lo laboral, viví durante la dictadura con el cartel de PROHIBIDO en los grandes centros y en las mejores manifestaciones de mi quehacer (ya sea en cine como en televisión y teatro).
Recurrí al amparo creativo de un unipersonal, El Loro Calabrés, que fue acogido con gran calidez y fervor en muchos pueblos del llamado "interior" de nuestro país. Sentía una gran protección de mis compatriotas, y una gran desolación por todos los compañeros que iban dejando el país. Sobre todo con los que dejaban el país y la vida. Lo que me llevó a una profunda depresión que necesitó de internación. Un árbol desgajado.
Con la vuelta de la democracia, sentí que había una promesa de tiempos nuevos. Sentí que debía regresar del exterior, donde me encontraba por razones de trabajo. Vi la asunción de Raúl Alfonsín desde Israel y creo que en ese mismo momento sentí una clara y urgente necesidad de volver. Sentía que tenía mucho por hacer aún aquí en mi país. Desestimé ofertas de trabajo en el exterior. Y volví. A poco de andar, los acontecimientos ocurridos durante las Pascuas de 1987 me decepcionaron profundamente. Al mismo tiempo me llenaron de temor e inquietud.
Con esa desazón, partía a España a filmar Esperame en el cielo, de Antonio Mercero. La historia de un doble de Francisco Franco. Y allí me quedé unos siete años. Y aunque allí la vida era amable conmigo, regresé porque me siento de estos pagos, extrañaba amigos, compañeros, referentes. En estos tiempos, no dejo de pensar en cuánto nos cuesta vivir la democracia. Y cuánto deseo que la que primero la practique, de verdad, sea la clase política.

"Sé que vivo de milagro"

Por Alberto Szpunberg (Poeta)
La noche del martes al miércoles 24, Margarita, mi compañera, y yo nos quedamos en la cocina, pegados a la radio. Escuchábamos muy bajito, para que los vecinos no advirtiesen nada raro y no desperatr a nuestra hija de tres años. El golpe no nos sorprendió, pero fue el aldabonazo: algo terrible había ocurrido. Amaneció gris, sucio, como un chirrido de rejas que se cierran. Yo estaba en el ERP, por eso de que no se abandona la lucha, pero no creía en el triunfalismo de los dirigentes. El descalabro organizativo hacía pensar que estábamos derrotados, pero la orden era permanecer en los puestos de trabajo. Muchos compañeros cayeron por ese irresponsable mandato. Así que, al día siguiente, como si fuese un día cualquiera, me fui a La Opinión, donde trabajaba.
Margarita me venía diciendo "acá nos liquidan". Pero yo, negador hasta la locura, creía que las organizaciones darían el paso atrás y se recompondrían, y, finalmente, que los militares aflojarían. Nadie imaginó tanta barbarie, tanta perversidad, tanta patología. Ahora bien: hubo un sector social muy amplio que fue cómplice de la barbarie. La "demencia" de los militares tuvo raíces que remiten a la "cordura" de la sociedad argentina, esos amplios sectores medios que se engancharon al "deme dos" y que ahora baten cacerolas por "el campo".
Sé que vivo por milagro. En una contratapa, titulada "Textos y pretextos", denuncié el secuestro de Haroldo Conti. Timmerman me echó de La Opinión, barriendo la precaria "seguridad" que me brindaba mi trabajo. Aun así, a los pocos meses, participé de un absurdo proyecto junto con Enrique Raab: sacar la revista El ciudadano. Un día, llegó Raab con la noticia de que lo habían secuestrado a Timmerman. Fue apagar la luz e irnos cuanto antes. Por razones de militancia común, Raab conocía mi casa. Una tarde, Pablo Urbanyi, compañero del alma que seguía en La Opinión, me llamó para decirme que "al calvito lo internaron de urgencia". El mensaje era clarísimo. Ya teníamos el bolso preparado para emergencias, así que con Margarita y nuestra hija nos fuimos de casa y pasamos a la clandestinidad. Con una naturalidad conmovedora nos dio refugio Carlos Stein, un amigo de la adolescencia que, como empleado bancario, había colaborado con la Brigada Masetti. Empezó un año de andar de un lado para el otro. Manolo Mosquera me dio como changa la traducción de Jacques, le fataliste, de Diderot, y me adelantó guita. Después de un año de ir y venir, un 9 de mayo de 1977, entre chaparrones colosales, Margarita, Victoria y yo nos fuimos desde Montevideo a París. Y empezó el exilio.
En 1984, volví en el primero de una serie de viajes que, gracias al trabajo editorial que hago, se fueron convirtiendo en permanencias cada vez más largas, hasta volver definitivamente. Las sensaciones fueron y son muchas, hasta de "miedo retroactivo": todavía me inquieta la demora en una cita. El exiliado regresa cambiado a un país que cambió. Disfruto el avance en derechos humanos y en las condenas a los represores, que no se debe agradecer nunca a un gobierno, sino a la movilización de los organismos y a la gente que no olvida.

"El teatro me ayudó para elegir quedarme en el país"

Tito Cossa (Dramaturgo)
En 1976 yo era secretario de redacción en El Cronista Comercial y la noche del 23 de marzo, el director Rafael Perrota nos dijo "a las 2 de la mañana van a anunciar el golpe". Efectivamente, a esa hora escuché la marcha militar. El 24 fui antes de las 10 de la mañana para el diario y llamaron para pedir que algún responsable fuera al Comando del Ejército. Como Perrota no estaba, fui con Hugo Murno, el prosecretario. Nos recibió un coronel y nos dijo que, a partir de ese momento, los diarios iban a estar totalmente controlados y que sólo se iban a publicar los cables de Telam.
Casi nadie veía venir lo que se preparaba. Sin embargo Perrota me dijo: "Ustedes no saben la que se viene". Él se fue del país, pero volvió meses después. Lo secuestraron y lo reventaron. Jacobo Timerman, que estuvo al lado de la celda de Perrota, contó que escuchaba cómo lo destruyeron en la tortura.
Pero, lamentablemente, uno tenía que intentar seguir una vida normal. Al principio, sabíamos de los secuestros, pero no de las muertes. Se vivía con muchas precauciones y tuve que dejar mi casa en el barrio de Almagro. Era una casa de dos plantas. Abajo vivía el dueño. Un día, me contó que unos señores habían preguntado por mí, entonces decidimos mudarnos. Vivíamos mirando de reojo, preguntando por la suerte de los amigos. Pensé en irme a Europa pero a mí me ayudó a quedarme acá el teatro. Me di cuenta que con la dictadura no podía seguir en el diario y como los nuevos dueños hicieron retiros voluntarios, lo acepté, lo que me permitió estar un año sin trabajar. Formamos con Carlos Gorostiza y Carlos Somigliana un grupo para hacer teatro. Y así, en grupo, me sentía más protegido. Empecé a escribir La Nona y la estrené en 1977. Y me quedé.
Para mí, y para muchos, Teatro Abierto fue lo mejor que nos pasó en nuestra vida teatral. Nos ayudó a superar esos trágicos momentos y comprender que cada uno con su obra podía generar un fenómeno de resistencia popular, una acción política. Cuando un comando destruyó el teatro del Picadero, ahí entendí que Teatro Abierto era un acto de resistencia a la dictadura militar.

"Pasé la dictadura en la cárcel"

Eduardo Jozami (Periodista y escritor)
El 24 de marzo de 1976 estaba en un pabellón de presos políticos en Villa Devoto. Como aún teníamos diarios estábamos informados sobre la marcha incontenible hacia el golpe. Guardo tres recuerdos de vísperas del 24 de marzo que descalifican el sistema político argentino. Lorenzo Miguel, con lenguaje turfístico, consideraba imposible el golpe; Balbín decía que había soluciones pero que no era quién para darlas, y Oscar Alende mostraba su impotencia en un discurso radial hablando de todo, menos del golpe. Era difícil compartir el optimista discurso de las organizaciones armadas que sobrestimaban su posibilidad de resistencia. Pensé con temor en mis compañeros que seguían militando afuera. Las cárceles estaban bajo control militar desde noviembre de 1975 pero, con el golpe, las condiciones se hicieron más duras.
Parte de la preparación del golpe fue una campaña de rumores que aseguraban que los militares reprimirían legalmente, terminando con los "excesos" de las AAA. Resultaba difícil de creer cuando en Tucumán la represión había sido feroz y en el interior ya habían comenzado las desapariciones. De todos modos, aunque esperaba lo peor, nunca imaginé que la dictadura podía alcanzar los extremos que alcanzó.
Mi vida, con la dictadura, no tuvo grandes cambios –leer, pensar y añorar la libertad– porque seguí preso hasta septiembre de 1983. Hubo momentos más duros, como en 1977, cuando en La Plata sacaron 4 compañeros de nuestro pabellón para fusilarlos o cuando desapareció mi mujer, que es sobreviviente de la ESMA. Al volver al democracia, las sensaciones eran contradictorias. Respirar otra vez libertad, el reclamo por los derechos humanos, la participación política, la gente en las calles y las manifestaciones culturales nos entusiasmaban. Pero, de a poco, comencé a advertir las marcas que la dictadura había dejado en nuestra sociedad: Al reintegrarme a la docencia me encontré con alumnos formados bajo la dictadura que no tenían costumbre de discutir con los profesores y repetían lugares comunes del neoliberalismo en la versión de Neustadt y Grondona.

Nota publicada en la sección Cultura del diario Diagonales, de La Plata.

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