domingo, 5 de abril de 2009

Gabriel Báñez y La cisura de Rolando

Por Juan José Becerra
Lo único que tiene sentido es lo que no funciona, lo que falla, lo incompleto, lo que no se entiende. Es un principio bañeciano que sostiene una idea general sobre la literatura: la literatura es imperfección. La cisura de Rolando es la prueba de este principio. Pero aquí la falla es biológica. Hay una cisura en Rolando, una rotura de la perfección funcional a la que Gabriel Báñez le da tratamiento artístico.
La habilidad del habla, naturalizada por el hábito, se pierde de golpe mientras se va construyendo una mayor: la de la escritura, un artificio más refinado que el de hablar, un arte que, a su vez, comienza a naturalizarse de modo monstruoso. ¿Qué pasaría si todos fuésemos mudos? Sencillamente, evolucionaríamos hacia un nuevo arte del sentido, un arte del silencio en el que todos los hombres del mundo serían escritores, por lo que el sentido no se daría por supuesto: habría que buscarlo.
Lo que ocurre con Rolando es que siente el silencio. Lo siente como un expresionismo luminoso pero incomunicable. El arte de la escritura se convierte en un arte de la introspección, una lectura de la profundidad personal y, al mismo tiempo, en una refutación del habla como instrumento del sentido.
Pero pasemos a las máquinas que fallan. En la máquina que falla, Báñez retoma un tópico desdeñado de la literatura argentina: el de los inventos bizarros de Roberto Arlt, fórmulas impracticables, desechos mecánicos, en los que se apoya un sueño tristísimo de gloria: el que antecede al batacazo, al milagro como producto del azar pero también de la voluntad.
Pero los inventos de Báñez son moralmente superiores a los de Arlt. Allí donde los últimos persiguen la gloria (y, ni qué decirlo, fracasan), los primeros son dispositivos románticos de supervivencia individual (y triunfan a medias).
Frente a la megalomanía del invento propio pensado para la posteridad, los recursos tecnológicos que utiliza Rolando ya fueron inventados. ¿Cuál es la gracia, entonces? ¿Hay muchas gracias? ¿No hay ninguna? Hay una sola: el uso. Porque así como reconoce las propiedades exteriores de esos recursos: amperímetros, antenas, radios, baterías, trasmisores de código Morse, ese reconocimiento sirve para producir un malentendido, un desvío y una fuga hacia una zona de comprensión donde cada máquina fallida, como cada frase de la novela, tiene sentido por lo que, aún y funcionando mal, puede decirle a su usuario de sí mismo.
La cisura de Rolando es una novela encantadora acerca de dos esferas de sentido irreconciliables: el interior y el exterior, pero no del mundo sino del cuerpo, el único mundo en el que verdaderamente vivimos.
La enfermedad de Rolando es un misterio que, mientras dura, es un arte vital narrado en el tono de una comedia de aprendizaje. Si el vacío ontológico que consiste en vivir pierde el ruido-placebo del lenguaje hablado, esa verdad se manifiesta como lo que es: un silencio mortal, una música de la nada. Por lo tanto la cura, automática, insondable, es un falso regreso que Rolando experimenta como quien regresa de una guerra que ha perdido para preguntarse: ¿hablar?, ¿para qué?
Hay muchos grandes momentos en La cisura de Rolando, cuya división separa cada vez con mejor definición visual y verbal sus dos bloques narrativos en una primera parte artística, y en una segunda que se repliega o regresa hacia las vulgaridades del habla, lo que no necesita del arte para ser dicho sino de la decisión de decir. Elijamos uno: aquel en el que Rolando siente que puede haber algún progreso en él y que su rotura podría soldarse con el empleo más o menos sostenido de una voluntad. Entonces, intenta pronunciar su nombre. Aquí la transformación, contra las expectativas de un principio modesto de cura, no es la de un avance sino la de un retroceso brutal que va del lenguaje hablado a la interjección preverbal, es decir al hombre bestia. Más se quiere decir, menos se dice. Mejor decir las cosas en silencio.

Por Miguel Russo
Como en la novela de Gabriel Báñez, se podría arrancar diciendo "escribo porque no puedo hablar". Pero sería deshonesto. Mejor decir: quiero empezar una novela con esa frase y este tipo me ganó de mano. A partir de leer La cisura de Rolando sólo me queda remedar la frase, adoptar poses académicas y hablar de palimpsestos o dejar de escribir. Mejor sigo la lectura.
Los libros no cambian la vida de nadie: remiten a otros libros. La cisura... me recuerda que hace diez años me llamaron para presentar un libro de un escritor español en ese momento muy poco conocido en la Argentina. Me llamaron por ser el único en haber leído su novela, El orden alfabético, donde el personaje iba perdiendo letras y tornando la novela, a cada página, más enloquecida. Arranqué diciendo que Juan José Millás (el autor en cuestión) estaba loco. Millás me miró de costado, españolísimo, y no me dirigió la palabra en toda la presentación. Me lo merecía. Diez años después, La cisura de Rolando me remitió a aquel libro por el argumento de la relación de un autor y un personaje con el lenguaje. Anoto: no decir que Báñez está loco.
Hablé tres o cuatro veces con Gabriel por teléfono y lo vi una vez. Más allá de ese odio envidioso que me crece a cada página que dejo atrás en la lectura, sé de él, por ejemplo, que una vez no fue a la presentación de un libro propio. Dijo, después, cuando le recriminaron la ausencia, "soy un escritor desapercibido". La frase me remite a un libro que leo casi a la par de La cisura...: Héroes sin atributos. Un ensayo sobre la desapercibición (perdón por la palabrita) de los personajes de algunos autores y de esos autores: Macedonio, Borges, Piglia, Saer, entre otros. Pienso, también, aunque el autor del ensayo no pensó en él, en Juan Carlos Onetti. Recordando a Onetti, recuerdo una anécdota suya que lo emparda con el padre del Rolando de La cisura.... Cuenta Onetti que, de pibe, para leer tranquilo, se hacía bajar por su hermano Raúl a un aljibe, enganchado en el balde. Bajaba con un banquito, una jarra de limonada y un ejemplar del Eclesiastés. Cada vez que el padre de Rolando recita a los gritos pasajes del Eclesiastés, recuerdo a Onetti con diez o doce años, sentado en una sillita de mimbre en el fondo de un pozo y no puedo parar de sentir cómo me crece la envidia.
Alguien me comenta que dijo Báñez que la mayoría de sus argumentos viven en La Plata porque carece de mitología. "La Plata es ensayo y Berisso es novela", dicen que dijo. Hay que tener agallas para decir eso y seguir escribiendo en La Plata, en Berisso o en cualquier lado. Pero claro, leyendo La cisura... compruebo que lo de Báñez es una cuestión de sinceridad. Diría Onetti, pero podría sencillamente decirlo Báñez: "Escribir Hambre, a la Knut Hamsun, por supuesto, y pesar cien kilos es un asunto grave. Pergreñar endemoniados a la Dostoievski y preocuparse de los mezquinos aplausos del ambiente intelectual lugareño es motivo de desconfianza".
Gabriel sigue transmitiendo con su Rolando. Mejor dicho: Rolando me sigue transmitiendo por medio de Báñez. Creo que ese silencio hecho palabra es la mejor clase de literatura que recibí en mucho tiempo. Es la fuerza de un escritor. Lo que lo hace ser lo que es y hacer lo que hace.
Vuelvo a Onetti porque lo dijo mejor de todo lo que puedo ensayar yo: “Cuando un escritor pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte, con mayúsculas, podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo, ni una urgente defensa cultural quehacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión, su desgracia”.
Pucha, anoto, no tener una frase como "escribo porque no puedo hablar". Si al menos tuviera la mitad de una frase así.



"Mis amigos son unos atorrantes"
Gabriel Báñez presentó el último viernes su nuevo libro, premiado en el concurso internacional de novela Letra Sur 2008 (entre unos 300 originales presentados de nuestro país y del extranjero), La cisura de Rolando. La cita fue en el local de la librería El Ateneo –de 50 e/8 y 9–.
A la presentación asistieron el jefe de redacción del diario El Día, Luciano Román; el periodista cultural del mismo diario Andrés Rivelli; el historiador y escritor Sergio Pujol; el director de cine Marcos Rodríguez; la directora de prensa de la editorial El Ateneo, Graciela Bruno, y una considerable cantidad de público que colmó las instalaciones del lugar.
Luego de las palabras ensayadas por Miguel Russo y el escritor y periodista Juan José Becerra –quienes compartieron la mesa con el autor de La cisura de Rolando– el escritor comenzó la presentación de su libro diciendo: “Sólo voy a agradecer a tanta gente noble que me acompañó".
Y aclaró que "esos nobles son a los que yo elegí para tener a mi lado, es gente de la peor, insoportables, pero que quiero mucho".
En un momento de su emocionada charla, Gabriel Báñez se refirió a su escritura y recordó a su madre, de fuertes ideales anti-peronistas. "Siempre le recordé que la máquina que usaba para coser se la había regalado Evita, hasta que un día me revoleó un imán de quinientos gramos que me rozó la cabeza". Allí, el periodista comprendió una serie de códigos que regían tanto en su casa como en la escritura, la cosa honesta, directa y brutal.
“Siempre digo que la tarea de mi madre es muy similar a la mía. Ella cosía para afuera, yo escribo para afuera”, dijo Báñez.
Y continuó con esa relación: "Igual que le ocurría a ella con sus costuras, me repite aún hoy que todo lo que yo escribo es chingado, y eso para mí es la escritura". Luego, Báñez realizó una curiosa (notablemente literaria) definición de la interpretación del mundo por las mujeres mediante las tartas, lo que causó varias carcajadas, no sólo entre el público masculino.
Por último, el narrador leyó una larga lista de nombres de familiares, amigos y colegas que lo siguieron y ayudaron a lo largo de toda su carrera. Y tuvo un segundo, también, para sus detractores: “esos gentiles”.

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